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Perro Guardian

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“Este día va ser un día difícil”, pensó Raúl López antes de abrir los ojos esa fría mañana de agosto. Su celular marcaba las 7:35 am y como muchas otras mañanas y como muchos otros días, había marcha por la alameda, desde plaza Italia hasta la Usach. Como muchas otras veces, el gobierno de turno representado por lo peor de la sociedad había repletado la ciudad con hordas de fuerzas especiales anti disturbios y como muchas otras veces, los estudiantes de distintas edades, escuelas y universidades se arrojaban a las calles para hacerles frente. Ya ni siquiera era tan claro porque lo hacían; unos decían que era por la educación, otros por la salud. Quizás era una mezcla de muchas cosas o la simple rabia e impotencia de vivir en un país injusto. Tal vez solo era la naturaleza humana explotando de su represión social. De cualquier manera, todo presagiaba que la batalla era inevitable y sangre sería derramada. Cualquiera hubiera temido de despertarse un día así.

Pero no Raúl, porque él no era un hombre cualquiera.    

Afuera, el cielo se batía a duelo entre nubes oscuras y vientos tomentosos. La ligera lluvia sobre el asfalto frio e inerte presagiaban el triunfo anticipado de la tormenta y para Raúl fue un mensaje de que los grandes espíritus que le daban su favor; la lluvia lo volvía fuerte y el frio lo hacía más osado. Sus ojos hinchados pesaban por las 12 horas de profundo sueño que debía tener para aguantar el ritual, así que de manera tediosa se levantó de la cama para ir al baño a lavarse la cara y hacer sus necesidades. El agua fría entumeció su rostro pálido y salpicó la punta de su cabello, que era de un color negro intenso y rasurado a sus lados. Sus ojos eran de un color naranja poco usual, por lo que aparentaban algún problema sanguíneo o genético. Sin embargo, todos los hombres de la familia de Raúl compartían la misma característica. Salió del baño y bajó a su pequeña cocina para hacerse el desayuno. 

No podía comenzar el ritual con el estómago vacío. 

Por costumbre, prendió el televisor para tener algo que escuchar mientras preparaba su desayuno. Las noticias hablaban sobre los disturbios en las zonas periféricas de Santiago ocurridos en la madrugada y que solo se habían incrementado con el transcurso de las horas; las calles alrededor de la toma de la USACH estaban acordonadas por cientos de Carabineros de Fuerzas especiales y ya había algunos altercados en el frontis de la Universidad. Los periodistas usaban un tono de alarma en sus notas y cada vez que entrevistaban a ministros y políticos vociferando contra los anarquistas, varias imágenes de encapuchados destrozando negocios y bancos de la Alameda decoraban la pantalla. Raúl sonrió, era casi ridícula la manera en que los medios manipulaban la información sobre las marchas y con la orden de dispersar a la multitud a toda costa, las noticias solo repetían una y otra vez lo justo que era esta medida. Tomó su paila de 12 huevos con medio kilo de carne molida y se dispuso a comer con apuro; no quería llegar tarde a la convocatoria por culpa de su desayuno. Media hora más tarde, Raúl dejó la paila sobre el lavaplatos y se tomó de un sorbo su té de hierbas. 

Era hora de comenzar el ritual.

Abrió el congelador del refrigerador y sacó una bolsa gris endurecida que metió en el microondas por un minuto; cuando la sacó, tenía el olor característico que tenía la grasa humana calentada, el mismo olor penetrante que queda tras un incendio con víctimas fatales. Sacó un cuchillo del cajón de cubiertos y separó unos 250 gramos de la grasa, el resto lo devolvió al congelador junto con las otras bolsas que estaba guardando. En una olla pequeña puso la porción de grasa, le añadió una leche agria que tenía sobre el refrigerador y añadió una raíz de jengibre, además de una flor de acónito. Dejó calentar hasta que la grasa cortó la leche y se separó entre una mantequilla espesa y un líquido blanquecino de olor fuerte, las cuales puso en dos pocillos de greda. Raúl tomo ambos pocillos y se dirigió hacía un cuarto especial de su hogar cuya puerta estaba cerrada con varios candados y una cadena; esta sala solía ser un baño de visitas que Raúl adecuó para sus propósitos, ya que al no tener ventanas nadie podía echar un vistazo y el desagüe instalado hacía mucho más fácil limpiar el desastre que quedaba después del Ritual. 

Raúl abrió los candados con una actitud tediosa, ya que lo había hecho cientos de veces y esa acción repetitiva lo terminaba por cansar; sus padres le habían enseñado a siempre proteger su secreto y por respeto a ellos lo seguía haciendo, pero si fuera por él solo pondría un solo candado; nadie va a estar husmeando el interior de su casa sin que lo supiera. Empujó la puerta e ingresó al cuarto especial donde el frio y la humedad le abofetearon de golpe solo para intensificar el terrible olor a sangre y sudor que impregnaban los rincones, un hedor intenso que estimulaba sus sentidos. Una vez prendida la luz, Raúl echó una mirada al pequeño santuario que había en la pared del fondo; una pequeña estatua de una criatura con cabeza de cabra, pechos de mujer y cuerpo de hombre adornaba una animita hecha de huesos de animales y ramas secas erigidos sobre cráneos humanos. Sobre este santuario estaba colgada la piel de un gran perro con pelaje negro que Raúl sacó con cuidado para depositarla en el piso. Procedió a sacarse la ropa hasta quedar completamente desnudo, sin embargo abrió el cajón de una pequeña gaveta ubicada dentro del cuarto de dónde sacó una bandana roja que amarró a su cuello; una vez que el proceso de cambio terminara, esa prenda de vestir lo ayudaría a recordar sus orígenes humanos y no perderse en el salvajismo. Listo para el proceso, se arrodilló sobre la piel y bebió el líquido blanquecino de un solo sorbo, aguantándose la mueca de asco. Respiró profundamente y procedió a untarse la sustancia mantecosa sobre todo el cuerpo hasta que ningún rincón de su piel no estuviera lubricado con la sustancia. Así, se levantó del piso y puso la piel del perro negro por sobre sus hombros; la parte fácil del ritual ya había terminado.

Poco a poco comenzó a sentir un calor dentro su pecho; el proceso de transformación era engorroso pero lo había hecho tantas veces que ya estaba acostumbrado. Una vez que su piel empezó a arder, supo que era el momento adecuado de iniciar el hechizo y comenzó a recitar las palabras de un lenguaje extinto que alababan el poder natural por sobre el material, de espíritus que caminaban por el valle de la muerte que hay entre los 9 infiernos y 9 cielos solo para trastornar la carne y el hueso del cambia pieles y guiarlo en la ruta de los horizontes. Las recitaba en trance, moviéndose de un lado a otro como si bailara con el cosmos y la tierra misma invadiera el salón con su energía y fuerza interminable, torciendo su cuerpo sobre sí mismo, alterando su biología, liberando su espíritu. De pronto sintió la piel del perro pegarse a la suya y al instante sintió un dolor punzante que lo puso de rodillas, sin embargo no dejó de recitar las palabras. La piel del perro derretía la piel de Raúl, que humeaba como si fuera una sauna y el sudor corría por su cuerpo como cascadas en la roca. Sus huesos empezaron a cambiar y cada movimiento sonaba como una fractura expuesta; sus dedos se juntaron para formar una pata y sus piernas se fueron acomodando poco a poco, fractura a fractura hasta quedar más cortas. Raúl gritaba contenido, había aprendido a soportar el dolor muscular, pero a medida que la piel tomaba su cara, sentía como de su garganta nacía una masa salvaje avanzando centímetro a centímetro hasta que no lo pudo aguantar más. De su boca abierta salió el hocico de un perro que rompió su mandíbula y partió su cráneo en varias partes que iban cayendo lentamente al frio suelo ensangrentado. Se puso en cuatro patas y con su hocico largo y dientes pronunciados se ayudó a quitarse la carne que sobraba, adornos macabros del ritual pagano. La piel ya lo cubría por completo y lo que antes había sido un hombre ahora era un perro grande e intimidante, con sus orejas paradas pero caídas en la punta y ojos naranjos. Raúl se sacudió los últimos pedazos de piel que le quedaban y se dirigió jadeante hasta la puerta de salida, donde miró al espejo una última vez; Raúl quedaba atrás, el perro guardián tomaba el control.

10:15 am y la marcha comenzaba. Los estudiantes ganaban en número, pero los carabineros los superaban en armas y vehículos. Muchos tenían miedo y otros muchos sentían dolor, Sin embargo, ver a ese perro ladrar con tanto ahínco contra las fuerzas especiales entre la espesa niebla de lacrimógena hizo que los estudiantes caminaran con más fuerza, con más ímpetu, con más garra. Aún con todo en contra la pelea se sentía justa, porque si el opresor tenía sus perros, los oprimidos también.

Y entonces el perro de la bandana roja se lanzó solo contra un mar de verdes soldados asustados. Detrás de él, la gran jauría siguió su ejemplo.

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